Desplazados en nombre del desarrollo
Mientras el FMI alaba la economía y el crecimiento del sector inmobiliario de Camboya, el Gobierno ordena desalojos masivos y encarcela a los activistas que luchan por el derecho a la vivienda.
Phnom Pehn.- A Borey Son Ti Pheap se llega por una carretera sin asfaltar y llena de baches. En los márgenes, arrozales, alguna vaca, y tierra, mucha tierra. Poco más. A esta pequeña barriada construida en medio de la nada a unos 20 kilómetros de la capital camboyana, Phnom Penh, es donde el gobierno envió a cerca de 1.500 familias residentes en la ciudad, tras arrebatarles sus tierras y sus casas, con una orden de desahucio express. Se trata solo de un ejemplo de los miles de desalojos masivos ejecutados en nombre del desarrollo en los últimos años en el país, uno de los más pobres del sudeste asiático.
Camboya, un pequeño Estado de 14 millones de habitantes, acaba de alcanzar la categoría de "países en desarrollo de ingresos medios-bajos" según la clasificación del FMI. Con una renta per capita de 3.500 dólares anuales y un crecimiento anual del 7%, el país trabaja duro para ponerse a la altura de sus vecinos vietnamitas o tailandeses, atrayendo megaproyectos y gigantescas inversiones de capital extranjero, en su mayoría asiático, aunque también occidental. Pero el ansiado avance económico se está produciendo a costa de vender a pedazos el país, dejando sin techo ni tierra a cientos de miles de personas. Desde el año 2000, 830.000 camboyanos se han visto afectados por los desalojos, según cálculos de la Federación Internacional de Derechos Humanos (FIDH).
En la entrada de Borey, un cartel descolorido del ominipresente Cambodian People’s Party del primer ministro Hun Sen da la bienvenida al visitante. “Mi voto no lo volverán a ver”, asegura con una carcajada resignada Yoeun Gneth, de 55 años, cuando se le pregunta a quién votará en las próximas elecciones. Hasta hace 6 años, vivía con su familia en el centro de Phnom Penh, donde poseía un pequeño terreno junto al lago Boeung Kak. En 2007, esta zona fue cedida por un periodo de 99 años a la empresa Shukaku, propiedad de un senador muy cercano al partido en el poder. Tres años después, el lago fue cubierto de arena, arrasando las viviendas que lo circundaban. “No habría hecho falta que utilizaran la violencia: la tierra y el lodo empezaron a entrar en las casas y si nos hubiéramos quedado dentro, habríamos muerto ahogados”, explica.
El gobierno dio dos opciones a las familias que residían en la zona: aceptar 8.000 dólares de compensación por la expropiación de sus viviendas (el precio del metro cuadrado en esa área supera hoy los 2.000 dólares) o ser realojados en las afueras de la capital, en lugares como Borey Son Ti Pheap. Chan Vichet, líder de la comunidad de Dey Prahorm, otra zona evacuada a la fuerza, también aceptó la segunda opción. Al llegar a su nuevo “hogar”, se encontró con un habitáculo similar a un garaje, de 4x12 metros cuadrados fabricados en materiales de pésima calidad y aún a medio construir. Los nuevos vecinos debieron costear de su propio bolsillo el tendido eléctrico y la instalación del agua corriente.
“La carretera hasta aquí era impracticable y muy insegura”, recuerda. En Phnom Pehn se ganaba la vida son relativa comodidad: tenía una tienda de ropa infantil y alquilaba dos habitaciones de su vivienda. Ahora malvende lo que puede en uno de los puestos del precario mercado que abastece a la barriada. Vichet asegura que, de las 1.400 familias de su antigua comunidad realojadas en Borey, quedan menos de un centenar. La mayoría de los realojados vendieron esas casas en cuanto tuvieron oportunidad y regresaron a algún lugar más cercano a Phnom Penh, a cuchitriles infectos en su mayor parte, concede, mientras su hijo Panha de 5 años se entretiene saltando entre los tejados de las casas circundantes, muchas de las cuales siguen en obras.
Sin títulos de propiedad
Tras tomar el poder en 1975, los Jemeres Rojos vaciaron la ciudad de Phnom Penh en apenas 3 días, enviaron a sus habitantes a vivir al campo la “utopía” comunista y quemaron todos los títulos de propiedad.
En 1993, casi dos décadas después y tras diez años de posterior ocupación vietnamita, se celebraron las primeras elecciones democráticas en el país y el nuevo gobierno invitó a la población a regresar a las zonas urbanas. En ese entonces, la capital estaba prácticamente vacía y el suelo era barato, pero con el regreso de los habitantes, empezó a encarecerse.
El área del lo que solía ser el lago Boeung Kak es hoy una gigantesca explanada bordeada por dunas de arena a la que se accede pasando un control policial. En 1992 aún era un emplazamiento natural e idílico, vacío tras la huida de la población durante la dictadura, la ocupación y la guerra civil posterior. Con la llegada de la democracia, los nuevos residentes pagaron por esos terrenos y comenzaron a instalarse en las orillas del lago, pero las escrituras nunca se materializaron, según explica un activista de la asociación proderechos humanos ADHOC. Unas 4.000 familias vivían alrededor en esta zona cuando en 2007 el Ayuntamiento de Phnom Penh concedió su alquiler y explotación a la empresa Shukaku.
En la actualidad, un inmenso cartel anuncia a la entrada: Phnom Pehn City Center, perla de Camboya. Allí donde solía haber agua, han crecido hierbajos y se adivinan algunos riachuelos que, testarudos, se niegan a desaparecer bajo las miles de toneladas de tierra con las que la empresa Shukaku ahogó el lago. Como se niegan a desaparecer los vecinos de Boeung Kak.
“Casi muero defendiendo mi casa”, explica Nhet Khun, de 76 años. Esta activista, conocida local e internacionalmente como Mommy, llevaba desde 1994 viviendo en la zona, cuando fue expulsada a la fuerza con una orden de desalojo que le daba 8.500 dólares de compensación y una semana para marcharse. Inició entonces una protesta que le ha valido intimidaciones, violencia física y psicológica y dos estancias en prisión (la última vez hace cinco años, cuando tenía 72).
Su caso se ha convertido en paradigmático de la lucha de los habitantes del lago Boeung Kak. Hoy Mommy ha logrado que le entreguen su título de propiedad y malvive con su familia en una construcción de uralita a pocos metros del lugar donde se alzaba su antigua vivienda, pero no confía en el gobierno y cree que podrían volver a expulsarla en cualquier momento. Su preocupación va con quienes no han tenido la misma “suerte”. “Seguiré luchando junto a mis vecinos para lograr justicia”, afirma esta anciana de rostro arrugado y aspecto frágil.
Su batalla se asemeja a la de los habitantes de Borei Keila, otra área residencial del noreste de Phnom Pehn. En 2003, la compañía Phanimex llegó a un acuerdo con las autoridades para poner en marcha un multimillonario proyecto inmobiliario en el distrito a cambio de construir alojamientos alternativos para sus habitantes. Phanimex se comprometió a edificar diez bloques de apartamentos, pero en abril de 2010 rompió el contrato de forma unilateral (aunque con la aquiescencia del gobierno local) y solo construyó ocho. Entretanto, los bulldozers entraron en el barrio y lo redujeron a escombros. La seguridad privada contratada por la empresa y agentes de policía emplearon una violencia inusitada para expulsar a las familias, según denuncian las asociaciones y los habitantes, que en muchos casos ni siquiera tuvieron tiempo de salvar sus pertenencias.
Chhay Kimhorn, de 38 años, es una de las representantes de los vecinos de Borei Keila. Vive con su marido y sus dos hijos en un cuarto del tamaño de una caja de cerillas no lejos de su antiguo hogar, junto a varias decenas de las 300 familias que se quedaron en la calle. La mirada se le enturbia cuando recuerda el desalojo de 2012.
“Nunca podré olvidarlo. Destruyeron nuestras casas, nos echaron a la fuerza. Vino la policía, y también agentes de seguridad privada con un arsenal de armas: rifles, pistolas, porras, hachas. Teníamos mucho miedo y la gente accedió a marcharse. Algunos nos quedamos aquí, otros aceptaron irse a nuevos emplazamientos a 20 y 40 kilómetros de Phnom Penh”.
La casa de Chhay Kimhorn da a un callejón estrecho al que apenas llega la luz del sol. Las terrazas enrejadas se superponen por encima. El suelo de tierra está cubierto de desechos. Hay moscas por todos lados y flota en el aire un olor dulzón y putrefacto. Kimhorn muestra a los periodistas habitáculos que hacen parecer el suyo un palacio. El olor es insoportable al llegar al basurero, situado de forma contigua al mercado callejero donde se abastecen los vecinos desahuciados. Una nube de niños descalzos revolotea entre los puestos, sin que nadie sepa a ciencia cierta dónde se encuentran los padres.
Con el desalojo, mucha gente perdió sus pequeños comercios. Algunos se han convertido en recolectores de basura o en mendigos, sobre todo los jóvenes, y muchas chicas se han visto abocadas a la prostitución ante la falta de recursos, lamenta esta activista.
La policía los vigila día y noche, asegura. “Tenemos a dos agentes todos los días en la cafetería al principio de nuestra calle. Por la época en la que tuve a mi bebé, me llamaron del Gobierno. Me dijeron que si seguía protestando vendrían a arrestarme a casa”.
“Lo único que pedimos al gobierno es que construya el noveno y décimo bloque prometidos. Quedan por realojar 154 familias. Ellos dicen que no es posible porque se ha vendido el suelo a compañías privadas, pero ese no es nuestro problema… ¿No quieren que protestemos? Que nos den lo que pedimos, que nos den una casa”, reclama.
Mordaza a activistas y ONGs
Desde las controvertidas elecciones de 2013, que dieron una victoria más que discutida al primer ministro Hun Sen (en el cargo desde hace más de 30 años), el poder ha respondido a las masivas e inéditas protestas antigubernamentales con un incremento de las acciones violentas contra los defensores de los derechos humanos en el país y con cada vez mayores restricciones a la libertad de expresión.
A una ley contra el cibercrimen, que pese a no haber sido aún aprobada ya se ha cobrado varias detenciones por simples comentarios en la web, se sumó la instauración el pasado verano de una nueva ley de ONG, que prevé el registro obligatorio de todas las organizaciones y somete a la discreción del Ministerio del Interior su mera existencia. Según el informe anual de Amnistía Internacional, la nueva normativa “amenaza gravemente el derecho a la libre asociación” en Camboya.
Mientras, decenas de activistas sufren a diario amenazas, intimidaciones, agresiones y detenciones arbitrarias, aunque la peor parte se la llevan ecologistas y activistas por el derecho a la tierra.
En marzo fue puesto en libertad Vein Vorn, el representante comunitario de la provincia suroriental de Koh Kong, que llevaba detenido desde octubre de 2015 por su protesta pacífica contra el proyecto de construcción de una gran presa. Varios miembros de la organización Mother Nature, en prisión durante meses por su participación en una campaña contra unas operaciones de dragado de arena en la misma provincia — su presidente, el español Alejandro Davison, fue deportado en abril de 2015 por alentar esta misma protesta— solo fueron liberados recientemente.
Pero las detenciones continúan, y en la actualidad, al menos una treintena de activistas de diversas organizaciones no gubernamentales llevan meses en prisión sin un juicio previo y sin perspectivas de tenerlo.
Moratoria incumplida
Desde inicios de los años 2000, en Camboya se han multiplicado las concesiones económicas de tierra (ELC, por sus siglas en inglés) a empresas privadas. En la actualidad existen cerca de 300 repartidas por todo el país, que abarcan más de 2 millones de hectáreas de terreno, según datos de la ONG LICADHO. A ello se suman otros 2 millones de hectáreas en licencias de explotación minera.
El huracán capitalista también ha llegado a Phnom Penh y barrios enteros han sido arrasados por constructoras de Corea del Sur, China, Singapur o Japón, alentadas por el corrupto gobierno camboyano. La ciudad grita desigualdad y miseria a partes iguales. Las vespas y los tuktuks (mototaxis que tiran de un pequeño carruaje) esquivan a lujosos Lexus y Toyotas 4X4 en calles sin señalización donde nadie parece recordar las normas circulatorias más básicas, observados por mastodónticos edificios de cristal tintado, que conviven con barrios de chabolas y amenazan con engullirlos. Desde el año 2000, el precio del suelo se ha disparado y multiplicado hasta por seis en algunas zonas, pasando de los 500 a los 3.000 dólares el metro cuadrado.
Presionado por el Banco Mundial, financiador de varios programas de ordenación territorial en el país, el gobierno camboyano dictó una moratoria sobre las concesiones económicas en 2012 y ordenó una revisión sistemática de las que ya estuvieran en marcha.
Pero en la capital camboyana, los desalojos para hacer hueco a megaproyectos urbanísticos han seguido extendiéndose como una epidemia imparable: solo en 2015, unas 15 comunidades se vieron afectadas por los desahucios, según Phearum Sia, secretario ejecutivo de la ONG Housing Rights Task Force.
En abril, el ayuntamiento de Phnom Penh anunció que planea privatizar 280 nuevas hectáreas de terreno en el distrito de Chroy Changva para concederlas a la empresa Overseas Cambodia Investment Corporation (OCIC). Se trata de la última fase de un nuevo megaproyecto urbanístico que implica un total de 387 hectáreas y 3.000 millones de dólares. Con un modus operandi muy similar al empleado con el lago Boeung Kak por Phanimex, OCIC ya ha empezado a drenar los humedales que rodean el área de Chroy Changva, junto al lago Sap, para construir una gigantesca ciudad artificial.
Camboya se encoge poco a poco engullida por las concesiones. En zonas turísticas costeras como Sihanoukville, Koh Kong, Kampot o Kep, se construyen mastodónticos complejos hoteleros tras expulsar a los habitantes, comerciantes y pescadores locales. En el interior del país, son las multinacionales productoras de caucho, azúcar o aceite de palma las que desplazan a la población en connivencia con las autoridades.
Camboya se encoge poco a poco engullida por las concesiones. En zonas turísticas costeras como Sihanoukville, Koh Kong, Kampot o Kep, se construyen mastodónticos complejos hoteleros tras expulsar a los habitantes, comerciantes y pescadores locales. En el interior del país, son las multinacionales productoras de caucho, azúcar o aceite de palma las que desplazan a la población, en connivencia con las autoridades.
Una misión del Fondo Monetario Internacional de visita en Camboya en julio alabó la buena situación económica del país, señalando como algunos de los factores determinantes el crecimiento del sector inmobiliario y la construcción. El país crece, sí, pero el pastel se reparte entre muy pocas manos. Mientras las multinacionales y los gobernantes se llenan los bolsillos en nombre del desarrollo, las excavadoras barren a los camboyanos como si fueran migajas.
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